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Una gran aventura medieval.
Bendecidas por los papas y conducidas por los monarcas de los reinos cristianos de la vieja Europa, las cruzadas fueron una colosal aventura espiritual a la par que de conquista.
Las cruzadas fueron sin duda una aventura de carácter épico y colectivo, amén de religioso y militar; una aventura de conquista y rapiña, heroicidad y aprobio, hecha a la vez de irracionalidad y cálculo, enaltecida por la pureza de ciertos ideales y enlodada por las rapiñas, los abusos y los crímenes más atroces. Una aventura protagonizada por príncipes y menesterosos, guerreros y truhanes, aventureros, rameras, fanáticos, ascetas y arribistas de toda laya y el más variado pelaje.
En las cruzadas, desde la primera hasta la última, se involucraron todos los estamentos y todas las castas que componían la rígida, aunque fragmentada, sociedad europe de la época medieval.
Los papas las bendijeron; los monarcas las condujeron, la alta nobleza las apoyó y luchó en ellas; el clero las pregonó desde las catedrales; la nobleza baja y los segundones de las familias de alcurnia las aprovecharon en pos de fama, honor, poder y lucro; y los trovadores y juglares ejercieron de publicistas poéticos de la reconquista de Tierra Santa. Marchar a la cruzada se convirtió en un deber ineludible, como el honor o el amor a su dama, de todo caballero.
Los gremios de armeros, herreros, sastres, curtidores y artesanos variopintos equiparon y proveyeron a los cruzados.
Así las poderosas agrupaciones de comerciantes e inversionistas de la época financiaron las diferentes campañas emprendidas y el campesinado las avitualló, por lo común a su pesar y sin cobrar dividendos. Por su parte, los grandes armadores y el ejambre de trabajadores de los rudimentarios astilleros aportaron los necesarios navíos para transportar a las muchedumbres a través del Mediterráneo. Finalmente, el pueblo llano del campo y el emergente y escaso proletariado de las urbes nutrieron a las falanges plebeyas de los ejércitos, es decir, la infantería y las unidades de artillería.
Inclusive las mujeres colaboraron en la gran empresa, confeccionando vestimentas, mantas y demás prendas de abrigo y bordando infinidad de pendones, gallardetes, enseñas, insignias, banderines y banderas que enarbolaban en las batallas los portaestandartes de los ejércitos. Y todo caballero que partió al Cercano Oriente, en todas y cada una de las ocho cruzadas sucesivas, llevaba -bien atado en el brazo o bien escondido junto al corazón- un pañuelo, perfumado, con dos o tres lágrimas de amor, de su dama.
continuación se muestran el equipo principal de un caballero templario.
En las cruzadas afloró todo lo bueno que guardaba en sí el espíritu medieval, mezclado con lo malo que poseía aquella sociedad, brutal todavía y medio bárbara en muchos de sus rasgos y costumbres. Heroicidades sin par se entremezclaban con ruindades sin cuento. Los múltiples y sucesivos campamentos de las mesnadas cristianas, frente a las numerosas ciudades sitiadas, eran, de un lado, templos gigantescos de devoción y fervor cristianos de carácter colectivo, al mismo tiempo que lupanares y tugurios a cielo abierto. Y una vez tomadas las ciudades, bien se tratase de Alepo como de Antioquía, o bien de las mismísima Jerusalén, las tropas, encabezadas por sus jefes, se entregaban a atroces matanzas que hacía estremecer a los cronistas cristianos que las contemplaban. En muchos casos, según testimonios dignos de toda solvencia, los soldados se rebajarn masivamente a practicar el canibalismo. En este sentido, el cronista francés Raoul de Caen, que viajó con la Primera Cruzada y vio con sus propios ojos la toma y el posterior saqueo de varias ciudades sirias y palestinas, dice: "En Maarat (una de las ciudades conquistadas), los nuestros cocían a los paganos adultos en cazuelas y ensartaban a los niños en espetones para comérselos asados".
Aparte de colaborar en la confección de ropa, algunas mujeres también partieron a las cruzadas. Muchas reinas acompañaban a sus reales consortes a una u otra cruzada, al igual que numerosas damas de la más alta nobleza. Entre las reinas que viajaron a Palestina destca Berenguela de Navarra, casada con el rey inglés Ricardo I Plantagenet, llamado "Corazón de León". Además de reinas y condesas, marquesas y baronesas, una abigarrada hueste de prostitutas de todos los calibres formaron parte de todas las cruzadas excepto de la última, la encabezada por el gran rey san Luis de Francia. Y con aquellas mujeres del más viejo de los oficios se mezclaba una horda de perdularios, alcahuetas, tahúeres truhanes de toda clase, malhechores y asesinos.
Los esforzados ejércitos de la fe sembraron y extendieron tal profundo horror por todo el sitio por donde pasaron, que el cronista árabe Usana ibn Munqidh, que sufrió en carne propia los horrores de la Segunda y Tercera Cruzadas, apunta en sus memorias: "Cuantos se han informado sobre los frany (nombre que saban los árabes a los cruzados) han visto en ellos a alimañas, que tienen la superioridad del valor y el ardor en el combate, pero ninguna otra, lo mismo que los animales tienen la superioridad de la fuerza y de la agresión"
Ibn al - Attir, un cronista que vivió en tiempos de la Primera Cruzada, dice de los cristianos, tras la ocupación de Jerusalén: "A la población de la Ciudad Santa, los frany la pasaron a cuchillo, y estuvieron matando musulmanes durante una semana. En la mezquita al-Aqsa mataron a sesenta mil personas. A los judíos los reunieron y encerraron en su sinagoga, y allí los quemaron vivos".
Ni sus propios correligionarios se salvaron del furor sagrado de las huestes europeas, ya que todos los sacerdotes y practicantes de los ritos orientales residentes en Jerusalén (sirios, coptos, armenios, griegos o georgianos) fueron expulsados de la ciudad o asesinados. Varios sacerdotes coptos, que sabían dónde estaba oculta "la verdadera cruz en que murió Cristo", fueron salvajemente torturados para que revelaran su secreto.
Aunque en las cruzadas participaron caballeros (y otras gentes) procedentes de todos los rincones de Europa, desde Portugal a la remota Lituania, se trata de una empresa principal y esencialmente francesa.
Merced a esta preponderancia dentro de las cruzadas, Francia se convirtió, a lo largo de las mismas, en el centro y el eje de la política europea, así como en el Estado más poderoso e influyente del continente. Sin embargo, todo tiene su lado negativo y, en este sentido Francia perdió mucho en la ardua tarea de la defensa del cristianismo. Se desangró en las cruzadas; en ellas se perdieron más vidas francesas que las que perdieron todos los demás cristianos unidos. Por lo demás y según el juicio de muchos historiadores, las cruzadas fueron el prólogo de la guerra de los Cien Años, en la que Francia se enfrentaría a Inglaterra en condiciones, en un principio, desventajosas.
Ya avanzado el siglo XV, casi doscientos años después de la última de las ocho cruzadas oficialmente reconocidas, a Francia aún la conmueve un sentimiento de Guerra Santa, que se encarna, de una forma a la vez gloriosa y trágica, en la grande y solitaria figura de Juana de Arco, que según la historia fue "impelida por Dios a empuñar la espada".
Las ocho cruzadas:
Primera Cruzada (19095-1099): Fue convocada por el papa Urbano II, en principio para socorrer a Bizancio, amenazado por los turcos selyúcidas. La ocupación, de Jerusalén fue un objetivo que se plantearon los cruzados cuando ya habían desembarcado en Asia y se encaminaban a Palestina. El jefe de esta cruzada fue Godofredo de Boullion, que murió poco después de haber sido coronado "Rey de Jerusalén". Le sucedió su hermano Balduino. Jerusalén se volvió a perder, reconquistada para el islam por Saladino, en 1187.
Segunda Cruzada (1147-1149): Fue motivada por la pérdida de Edesa, en 1144, y predicada por el gran san Bernardo de Claraval. La encabezaron el rey de Francia, Luis VII, y el emperador alemán Conrado III. Tras cuatro años de penalidades, la cruzada se dio por concluida y fracasada en 1148.
Tercera Cruzada (1189-1192): Es, acaso, la más célebre de todas, porque puso de un lado a Felipe Augusto, el brillante y sutil rey francés, y a Ricardo Corazón de León, el aguerrido y valeroso rey inglés, y del lado opuesto al gran sultán Saladino, al que los propios occidentales consideraban "espejo inmaculado de caballerías". La cruzada llegó a su fin en 1192, con unas treguas firmadas entre el rey inglés y el sultán.
Cuarta Cruzada (1202-1204): Promovida por el francés Fulco de Neuvilly y bajo el mando de Bonifacio de Montferrato, que se hizo a la mar en 1202, esta cruzada terminó de manera ignominista, ya que susu ejércitos ni si quiera se acercaron a Jerusalén; en cambio, atacaron Bizancio, aliados con Venecia.
Quinta Cruzada (1217-1221): Impulsada en 1215 en el concilio de Letrán, fue otro vergonzoso desastra. La dirigieron Juan de Brienne y el rey de Hungría Andrés II.
Sexta Cruzada (1228-1229): Predicada en 1223 y encomendada al emperador Federico II, que retrasó su partida a Tierra Santa, con diversos pretextos, hasta 1228. Hábil diplomático el emperador recuperó Jerusalén sin emplear las armas.
Séptima Cruzada (1248-1254): Promovida en 1245 por el concilio de León tras la pérdida el año pasado de Jerusalén. La dirigió el rey francés Luis IX, el Santo, que fue capturado por el enemigo en 1250 y liberado a cambio de varias plazas fuertes.
Octava Cruzada (1270): También la encabezó san Luis, en 1269, y su objetivo, en vez de Jerusalén, fue Túnez. El monarca francés falleció en África.
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